
NUESTRA HISTORIA
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¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos?
Contaba mi abuelo que un día, estando en el campo, las Francisquillas le llamaron a gritos:
—¡Corre, Pablo, que aquí hay un enjambre!
Él bajó y, sin saber nada de abejas, decidió quedarse con aquel enjambre. No entendía cómo trabajarlas ni cómo cuidarlas, pero de una colmena pasó a cinco, de cinco a quince… y así hasta llegar a 28. Siempre tenía cientos de anécdotas que contar. Pero no estaba solo: mi abuela también fue parte de aquel pequeño hobby. Lo acompañaba al campo, diseñaba los trajes y, además, era la comercial de la casa.
Recuerdo especialmente la historia de cuando estaba embarazada de mi padre: fueron juntos al colmenar y la picaron cientos de abejas. Se puso de parto de inmediato, y pensaron que el niño había muerto. Nació con la piel muy oscura por los picotazos, como marcado por las abejas desde el primer día. Quizá no fuera exactamente así, pero siempre lo contaban con tanto miedo y cariño que parecía verdad.
También hablaban de la famosa tienda madrileña de apicultura, de aquellos viajes en los que mi abuela volvió con su primer extractor bajo el brazo. Con 28 colmenas ya había mucho trabajo, y como tenían otros oficios, solo podían atenderlas los fines de semana. Mi padre, de niño, era el acompañante obligado de mi abuelo, aunque siempre iba a regañadientes, como decía él: “todo el rato quejándose… quién me lo iba a decir”.
Con el tiempo, mi padre tomó su propio camino: se compró 30 colmenas de corcho, que trasladaba en un 4L. Poco a poco empezó a apasionarse, a observar cómo las abejas entraban y salían por las piqueras, a disfrutar de su zumbido. Un año, la cosecha se multiplicó y, en lugar de regalarla, decidió apuntar alto: crear una empresa. Así nació “Oro Miel”.
Compraron una casa en la calle Pósito de Horche, la reformaron y la convirtieron en almacén, sala de extracción y tienda. Todo era pequeño: la cámara de calor era un armario, el envasado se hacía en una mesa de cocina, y el filtrado, en cubos. Pero pronto se quedó corto. Con ilusión y esfuerzo, levantaron la primera nave de la provincia dedicada a la producción de miel. Mi madre siempre estuvo a su lado, poniendo el pie en tierra en cada paso, aunque muchos les llamaran locos.
Con los años, hubo que cambiar de marca comercial, y así nació La Ciudad de la Miel – Medinal a la sal, registrando también la marca Guadalhor bajo la Denominación de Origen Alcarria. Las colmenas fueron creciendo hasta llegar a 1.500, y con ellas también los sueños, el esfuerzo y el trabajo. La recompensa llegó en forma de premios y, sobre todo, del cariño de nuestros clientes, porque al final la mejor publicidad es el boca a boca.
Y aquí llegamos nosotros: la tercera generación. Desde pequeños crecimos acompañando este sueño, hasta que llegó el momento de decidir nuestro futuro. Lo teníamos claro: seguir soñando.
Nuestro privilegio es tener de maestro a nuestro padre, que aún después de toda una vida sigue con los ojos brillantes cada vez que habla de las abejas, de su magia y de sus propiedades. Sigue soñando y sigue sufriendo a partes casi iguales, porque así es la apicultura: sacrificio y pasión entrelazados. Nosotros nacimos con el zumbido de la abeja en los oídos y escuchando siempre que es el ser más perfecto de la creación. Bajo ese legado trabajamos, con la ilusión de estar a la altura de quienes nos precedieron.
Aquí estamos, sufriendo, disfrutando y, sobre todo, ilusionándonos juntos. Nos queda mucho por aprender de la apicultura a través de los ojos de nuestro padre, respetando la tradición y afrontando los cambios que traen las nuevas generaciones. Igual que mi abuelo lo hizo con él, esperamos que cuando llegue el momento y mi padre cuente estas historias a sus nietos, sienta el mismo orgullo que mi abuelo sintió de él.
Nuestra historia es la de un zumbido que une generaciones, sueños y vida.
Qué suerte ser parte de este legado. De héroes se habla mucho, pero los nuestros siempre han estado aquí: ellos